Bastó que, en el 2001, se pisara el acelerador, con la aprobación de leyes que ponían freno a la brutalidad del capital, para que comenzaran a caerse las máscaras y se desatara la furia reaccionaria.
Llega el 2002: golpe de estado, terrorismo, paro patronal... Una y otra vez, la conspiración fue derrotada. El poder económico de los poderosos y los perritos falderos politiqueros que se beneficiaron de él, mientras a la vez lo alimentaban, pierden una batalla tras otra.
No hay que confiarse, la simbiosis oligarquía-burocracia política, vivita y coleando, busca desesperadamente oxígeno en nuevas consignas y rostros; debaten, hasta ahora inútilmente, el camino para enfrentar el liderazgo del Comandante Presidente y la decisión del pueblo bolivariano de transformar el país.
Complejos problemas enfrenta el gobierno revolucionario. Las viejas y nocivas mañas que heredamos hacen peligrar la revolución. La corrupción, la burocracia, la desconfianza hacia el pueblo, el desconocimiento de la voluntad popular, las rencillas internas, la ambición por un cargo público, la falta de formación política; todos estos factores conspiran tanto o más que la oposición golpista, mejor dicho, son expresiones de esta misma, infiltrada en el aparato estatal o el partido.
Si hacemos un balance del cumplimiento de los preceptos constitucionales veremos, sin duda, grandes logros. Hemos alcanzado metas de gran impacto social en materia de educación y salud, por ejemplo. Pero pudo ser más. Debemos lograr mucho más. Se nos acaba el tiempo de las rectificaciones. La contrarrevolución es más peligrosa por nuestras debilidades que por su fortaleza.
Superemos los errores, profundicemos las metas. La Constitución tiene justo la vigencia y el vigor que le imprimen nuestros brazos y corazones.
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