El caso de Franklin Brito describe, en su más alto grado, hasta dónde puede llegar, sin escrúpulo alguno, el fanatismo político.
Seguramente, la víctima estaba honestamente convencida de que su vida era una necesaria ofrenda a una causa justa. Sin embargo, en el comunicado, dictado por los incitadores políticos y aparentemente firmado por sus familiares, se descubren los fines del luctuoso acontecimiento. No hay una sola palabra de sincero dolor, sino el recital de la usada fraseología política de un mitin de partido. Citamos: “Franklin vive en la lucha del pueblo venezolano por el derecho a la propiedad, el acceso a la justicia, por la vida en libertad”. Es la fría palabrería de quienes quieren sacar provecho, hasta el final, de un suceso lamentable.
La oposición explotó la determinación de Franklin Brito, sumergido en un mundo de odios, de morir por lo que consideraba justo. El Gobierno Revolucionario, con una larga y comprobada historia de respeto a la vida, hizo todo cuanto era posible por evitar su muerte. Le hizo ofertas compensatorias dignas. A cada oferta las respuestas fueron cada vez más exigentes e inaccesibles. Se le prestó atención médica esmerada y generosa en uno de los mejores hospitales.
Sin embargo, Brito estaba poseído por un entorno político que no quería un arreglo equitativo, que no quería la vida sino la muerte.
Ninguna solución hubiera sido aceptada, porque los políticos de la muerte ya habían sentenciado a Brito a morir por el “derecho a la propiedad, el acceso a la justicia, por la vida en libertad”.
Franklin Brito no es una víctima de la Revolución Bolivariana, sino del odio desbordado, incapaz de crear y defender la vida, incapaz de hacer Patria y República sino, por el contrario, hundirlas en el mar de sangre de la violencia y el terror.
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